En su primera obra, El nacimiento de la tragedia, Nietzsche
aborda el análisis de la metafísica Occidental a partir del estudio de la
cultura griega, desde la cual se gesta.
Pero no lo plantea como un desarrollo lineal a partir de un germen, sino como la historia de una decadencia; o mejor, de una enfermedad. En efecto, la cultura griega es contemplada por Nietzsche como el paradigma de una cultura «sana», pero, por las razones que a continuación veremos, sufrió una especie de intoxicación que la condujo a un progresivo debilitamiento, cuya máxima expresión es la metafísica tal y como ha llegado hasta nuestros días.
Pero no lo plantea como un desarrollo lineal a partir de un germen, sino como la historia de una decadencia; o mejor, de una enfermedad. En efecto, la cultura griega es contemplada por Nietzsche como el paradigma de una cultura «sana», pero, por las razones que a continuación veremos, sufrió una especie de intoxicación que la condujo a un progresivo debilitamiento, cuya máxima expresión es la metafísica tal y como ha llegado hasta nuestros días.
En su origen, el pueblo griego vivía dominado por la idea
del sufrimiento, del dolor, de la muerte. Era una cultura esencialmente pesimista, consciente de que el destino, era
una fuerza invencible que abocaba a la humanidad al suplicio y a la
destrucción. Pero sin embargo, y aunque pueda parecer paradójico, sentía un
amor absoluto por la vida, y en esto radica su genialidad: la impotencia frente
al destino no le hizo renegar de la vida, sino que le impulsó a afrontarla con
una determinación heroica. La expresión más acabada de ello se encuentra en las
grandes tragedias. En ellas, aunque de forma inexorable el héroe sucumbe, la
vida aparece como algo bello, amable (es decir, digno de amarse). En
definitiva, en las tragedias el espectador hallaba una justificación estética
de la vida.
Según Nietzsche, esta lucidez le venía al pueblo griego de la
sabiduría con la que supo conciliar dos dimensiones de la vida contrapuestas, articulándolas de forma artística. Para
explicarlas recurre a dos figuras del panteón griego: Apolo y Dioniso. El
primero es el dios de la luz, de las formas, del orden inteligible. El segundo
representa la embriaguez, la fiesta, el éxtasis. Es el arrebato de la vida más
allá de la individualidad. Las tragedias supieron unificar ambas tendencias en
la unidad de una obra de arte que suscitaba una experiencia de vértigo en la
que el espectador se veía inmerso en el devenir infinito. Se trataba de un
fenómeno en el que el orden de la realidad quedaba desenmascarado como
apariencia.
La intuición de base que hay en tal cosmovisión es que la vida
consiste en una continua superación de sí misma. Para ello, la vida se afirma en la destrucción de los individuos que
ella misma ha creado, y en la creación de nuevas formas. Es un permanente
devenir. Frente al fondo dionisíaco, que todo lo aniquila, lo apolíneo es la
forma que pretende eternizarse en el instante, el individuo que se alza frente
al destino para escapar de su fuerza devastadora, de ahí el carácter trágico.
Así las cosas, los primeros griegos trataron de expresar la
esencia de la vida no mediante una formulación de la verdad como significación
eterna, sino mediante el arte trágico, que logra unir el horror y el espanto
ante la liquidación de todo lo existente, con el gozo y el éxtasis que provoca
la sobreabundancia de vida.
Pero esta tensión se rompió en favor de uno de los polos: lo
apolíneo. Para comprender el giro que se produjo, hay que tener en cuenta que
forma parte de la esencia misma del devenir el hecho de que los individuos
vayan perdiendo vigor a medida que nacen nuevas fuerzas emergentes. Frente a
esto, es posible que los individuos no posean capacidad para transformar el
dolor en una fuerza creativa, tal y como hemos visto que se puede hacer.
Entonces, la energía que aún les queda la utilizan para anular el impulso de la
vida que nace, y se convierten así en represores del instinto. De este modo, de
la «salud» primitiva se pasa a la «enfermedad» El gran protagonista de este
cambio en la cultura fue Sócrates.
Con Sócrates se produce, en primer lugar, una modificación en el
modo de interpretar el conocimiento.
Recordemos que para el filósofo griego conocer es tanto como definir. Es decir,
el conocimiento se expresa en proposiciones con la forma «S es P», donde P es
una significación a la que, al contrario de lo que pensaba Gorgias, se puede
llegar a través del diálogo. El resultado que se obtiene es la «esencia» de S.
Mas, de acuerdo con la lógica de Nietzsche, en el instante en que
se afirma algo de un sujeto, éste ya ha cambiado, puesto que todo está en permanente devenir; por consiguiente, el
juicio ya no tiene vigencia. Esto significa que los conceptos no son capaces de
captar la realidad en su dinamismo. Lo que sí lograba el arte, mostrar al
sujeto en su relación con el fondo dionisíaco, es imposible para el concepto.
Al poner el acento en él, Sócrates intenta congelar el devenir imaginando en su
interior un elemento intemporal (la esencia). Elemento que, por supuesto, no
existe.
Pero el error de la metafísica va más allá. La esencia es
considerada como lo perfecto, lo verdadero, que sólo de un modo imperfecto se
realiza en los entes concretos. El resultado de esta operación es una visión
dualista de la realidad, en la que se define un ámbito (el de las verdades
eternas) como lo «realmente real», y otro (el devenir, el mundo material) se
reduce a mera apariencia. De este modo, se ha invertido la concepción trágica
del mundo, en la que lo real es el devenir, y lo aparente las formas
individuales. Es el primer paso en la «historia de un error».
La consecuencia inmediata de ello es la substitución del arte por
la razón en su más estricto sentido lógico. Ella se convierte ahora en el
criterio de verdad, de modo que todo aquello que no se ajuste a las categorías
racionales, sencillamente no existe. En el universo metafísico lo ideal es lo
real. La expresión más clara de ello se encuentra en el sistema platónico, en
el que el mundo de las ideas se considera como lo verdadero, y el sensible sólo
en lo es en la medida en que participa de aquél.
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